Al ir a un negocio de comida rápida a veces parece que uno conversa con un autómata. Es la maldición de la inteligencia artificial a la que ya estamos sometidos, cuando las relaciones humanas siguen los esquemas de unos guiones programados.
No da tanto miedo la aplicación cada vez mayor de la inteligencia artificial, cuanto el modo con que los mismos humanos parece que ya no saben pensar al modo «natural». Es algo así como el caso imaginario del que en el restaurante le pide al robot camarero que le pase la sal. «Por dónde se la paso,» contesta el robot que desconoce la diferencia entre «pasar» y «pasar».
Los libretos en nuestras relaciones sociales siempre existieron. Es como saber qué decir, cómo comportarse en una reunión y darle la mano al enemigo. Pero mal estaríamos si sólo supiéramos pensar al modo de las fórmulas. La capacidad para entender aparte de fórmulas parece estar cediendo a los intercambios automáticos, completamente impensados.
Ya en la década de 1970 apareció el programa Elisa, que podía conversar con uno al modo de un psiquiatra («No me diga; cuénteme más de eso»). Unos años más tarde corrió una leyenda urbana de que la secretaria asistente del que compuso el programa tuvo un colapso nervioso y debió renunciar al trabajo porque creía que de veras conversaba con un cerebro artificial dentro de la máquina.
Un algoritmo es una serie de órdenes que la máquina (la computadora) debe seguir, mayormente dentro del formato de la lógica condicional («si tal cosa, entonces tal otra cosa»). El algoritmo le da la ruta de acción al programa: «si tal condición se da, entonces haz esto; si no, haz esto otro». Es como decirle al robot empleado, «Si el cliente pide tal, dile esto; si no, sugiérele esto otro».
Ya el lector tiene la idea. Desde la década de 1990 se reconoció esto en el ámbito de los negocios de comida rápida. Si un cliente pedía «el mío, sin cebolla», el empleado no sabía qué hacer. Los empleados no tenían obligación de pensar y no sabían enfrentarse a lo inesperado, como un dron en piloto automático no está programado para lo imprevisto, sino sólo para lo que los programadores anticiparon. En los humanos esto se da al modo de los que sólo pueden pensar con fórmulas hechas.
Está el caso clásico del que llegó a una construcción y preguntó, «¿Qué hacen?» Uno dijo, «pongo ladrillos»; otro, «me gano un sueldo»; otro, «construyo un edificio»; otro, «busco un mejor futuro para mis hijos»; otro, «hago labor patriótica». Esto último sabe a beatería, típico de los países socialistas de otrora. Tampoco hay que vivir desde ideas y soluciones que no son propias y que no se entienden. Las ideologías y las religiones también han sido una maldición.
Pero ahí está; vivir implica un saber de lo que está ahí aparte de esquemas de conductas e ideas aprendidas, sin beaterías. Este es el reto de la educación, que aprendamos a vivir estando al tanto que hay una dimensión real aparte de lo que tenemos entre manos. Por eso educar no es sólo instruir, sino también comunicar visión y problemática de vivir y convivir. No hay que adoctrinar proponiendo lo que sea el horizonte último de nuestras vidas. Baste presentar el hecho de que vivir para trabajar, comer y tener una cuenta de banco no basta, por más bueno que eso sea. Sin buenos maestros de español, de historia, de literatura, viviremos a la ciega. Se cumplirá aquello de que, «El infierno son los demás».
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