Se dice que los peregrinos del barco Mayflower llegaron en otoño y no bajaron a tierra hasta marzo siguiente. Se quedaron en el barco a causa del invierno, que en Nueva Inglaterra no es cosa de juego. En la primavera, cuando comenzaron a repartirse las parcelas de cultivo, se les acercó Squanto, un indio que les enseñó a sembrar maíz y calabazas, lo mismo que a cazar. El indígena Squanto sabía inglés porque anteriormente fue capturado por ingleses y llevado a Inglaterra como esclavo. Más tarde se escapó y pudo volver con los suyos.
Mientras que los holandeses (y otros ingleses que imitaron el modelo) concibieron su actividad colonizadora como una iniciativa comercial de empresarios e inversionistas, los ingleses del Mayflower llegaron al modo de inmigrantes refugiados para poder vivir en paz y libertad. En ese sentido también se distinguieron de los españoles, que por su parte llegaron como conquistadores a nombre de la Corona. Mientras que otros tenían la alternativa de levantar ancla y volverse, los peregrinos del Mayflower no tenían otra que adaptarse y establecerse, o morir.
Sólo que la tierra a la que habían llegado los peregrinos ya estaba ocupada por los indígenas que estaban allí desde hacía miles de años. De primera intención hubo una buena convivencia con ellos y por eso, al año de haber llegado, celebraron junto a los indios una gran cena de acción de gracias a Dios por haberse podido establecer en aquellas tierras, una fiesta que se dice duró tres días. Puede que esto sea una leyenda, pero de ser cierto de seguro que los pavos no fueron asados al horno, sino a la varita, como los lechones que los españoles asaban en el Caribe.
Unos veinticinco años después de aquel primer evento de acción de gracias surgieron las hostilidades entre los inmigrantes y los indígenas (1675-1676). Fue una guerra terrible, auspiciadora de las matanzas de indios que seguirán repitiéndose hasta el siglo 20 en Norteamérica. Cuando grupos étnicos diversos se encuentran los recelos y las rivalidades son inevitables, sobre todo cuando se percibe la necesidad de combatir al otro para poder sobrevivir.
En situaciones así es natural ver al otro como «el malo del película». Los europeos veían a los indios como salvajes, gente tramposa sin nociones de decencia y moral. Los indios veían a los blancos de la misma manera. Más de un norteamericano ha visto a los hispanos como «indígenas». Más de un hispano ha visto a los norteamericanos como imperialistas sin escrúpulos, sin consciencia moral que valga. A un lado estarían los blancos imperialistas y al otro los indígenas y los negros, cada cual justificándose en sus resentimientos. Es algo que recuerda a palestinos e israelitas. A nombre de necesidades naturales, imaginaciones, apasionamientos, se justifican terribles crímenes.
La debilidad humana es algo natural, igual que la necesidad territorial y de la identidad propia y del amor propio. Es natural ser prejuiciados y violentos y tramposos como más de un político. Las élites sociales deciden por nosotros y nosotros los de abajo somos los que tenemos que lidiar con los enredos que ellos forman. Pero los de abajo podemos tratarnos como cristianos, aun cuando los de arriba nos azuzan con sus consignas y sus ideas o cuando sentimos que para sobrevivir hay que poderle al otro, como en la lucha libre.
Ser civilizado deriva de la necesidad natural, sino de la voluntad, como al decidir ofrecer amistad a pesar de las rivalidades, las tribus, las consignas, los apasionamientos. La verdadera superioridad humana es la del amor. Donde hay amor, allí está Dios. Mejor sentarse a comer y dar gracias juntos como cosa de civilizados y de cristianos.
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